... Y la chica regresaba al bosque a oír historias, a veces nevaba, a veces llovía, y en aquellas tardes sus ojos se volvían de un gris tan claro que en ocasiones parecían blancos.

-Piedra y la chica de ojos azules-

Se acerca el invierno


Todos los años, cuando se acerca el invierno, me acuerdo de ti y de aquella noche que pasamos en la sierra; de tu mirada azul, acerada, luchando contra el fuego de la chimenea de aquella casa.

Aunque el salón sea zona común pueden usarlo como si fuera sólo de ustedes, mi mujer y yo vivimos en la casa de al lado, y no tenemos más huéspedes nos dijo el dueño de la casa.

Y eso hicimos, y allí estábamos, en el salón, con la chimenea encendida al comienzo de la madrugada. Al principio abrigados, pero una vez el fuego reavivó el calor que ya habíamos sofocado en nuestro dormitorio tú comenzaste a despojarte de tu ropa y a serpentear en el sofá, sonriendo, y tu boca abierta era como las llamas hambrientas y furiosas que amenazan con romper el borde de un volcán, pero tus ojos seguían siendo hielo. Entonces acercaste tus labios a mi oído y soltaste aquello.

Y no tardé en obedecerte. Una vez te pusiste bocabajo separé tus nalgas y comencé a penetrarte. Tu interior era duro y caliente, como las ascuas de un pequeño y condensado infierno, y el reflejo de tu mirada me la devolvía el cristal oscuro de una ventana, y a pesar del calor del momento... tu mirada seguía siendo azul, seguía pareciéndome escarcha.

No me sorprendí cuando al cabo de un minuto tu boca buscó mi dedo pulgar, tampoco cuando soltaste en un susurro que siguiera hasta el final, que acabase dentro mientras mirabas cómo el dueño de la casa se masturbaba viéndonos desde el otro lado frío de la ventana.

Así lo hice, como todo lo que elegías. Como salir desnuda al amanecer a pasear por la nieve, mientras yo, tumbado en el sofá, contemplaba la ceniza humeante de la noche pasada.

Todos los años, cuando se acerca el invierno, me acuerdo de ti, y del fuego y del hielo que erupcionaba tu cuerpo cuando me pedías que te follara.

*foto de aquí

Burn, baby, burn!


Nirvana - Come As You Are

Pueden llamarme asesino si quieren, pero es que toda esta gente merece morir.

Realmente han hecho méritos para ello. Y no es porque sean sólo del tipo de personas que se comprarían un Volkswagen Golf para pegarle en su parte trasera las letras I, T y O, o de esas que conducen un camión y en un lado de la cabina cuelgan estampas de Nuestra Señora Madre y en el otro sucios almanaques de mujeres desnudas.

Apostaría ante una hoguera todos los ligna crucis del mundo a que además se hacen llamar cristianos, cofrades, o hermanos... ¡Ellos!

Aquí estoy, viéndoles pecar, viéndoles besar a otras mujeres que no son las suyas, mientras me acabo el cortado y ellos piden más copas, y la camarera se las sirve hasta rebosar, y ríen con su estridencia insoportable, por encima del murmullo y de la música del pub. Y pensar que hace tan sólo media hora salieron de la Casa de Dios, tras haber comulgado y juntado las manos en señal de... de falsa adoración y rezo, de inexistente afecto divino.

Merecen morir, por eso vine esta tarde aquí, con mi maletín. Acabo de dar el último sorbo, acabo de rezar por sus extraviadas almas, ahora ya sólo me queda salir de aquí tras activar el temporizador.

*foto de aquí.

Sobre la Maldita Idea de No Volver a Verte



Voy a echar de menos tus bromas, sobre todo aquella en que me decías que a mí no me hacían falta dos pechos para estar guapa, que me iba a quedar uno que valía por dos, o por tres, o por los de aquella mujer del puesto de verduras de los viernes. Me llamabas amazona, y eso que yo de guerrera he tenido poco. Bueno, eso he creído siempre.

Eres encantadoramente incorregible.

Y es que tú siempre has tenido cualquier tontería preparada para sacarme una sonrisa cuando a mí ya se me había olvidado la curva que tenían que tomar mis labios. La había sustituido por... bueno, ya sabes de sobra por qué.

Perdón por no dejarte un lugar, una tierra, una lápida o una urna donde aferrarte para verter tus lágrimas. Ya te dije desde un principio que yo me quedaría para siempre donde nos bañamos desnudos por primera vez, que mis cenizas reposarían mejor en la ola que eligieras de aquella cala escondida al pie del faro. Así podrás bañarte conmigo siempre que desees.

A cambio sólo te pido que me erijas el monumento que quieras en el cementerio de tus recuerdos.
Y que te guardes los besos que lleven mi nombre para... para cuando volvamos a vernos, sea donde sea.

Ahora ya somos libres.
El mar y tú me haréis eterna.

*Este escrito no es real, la foto sí. Podéis leer la historia de Jennifer aquí

En coma

 

Schumann - Dreaming Op. 15

Buscaba entre las páginas de mis libretas uno de mis relatos inéditos. En él, un escritor se queda en coma, sentado, mientras una repentina ráfaga de viento barre servilletas, cucharillas y platos de las mesas de una terraza de un café cualquiera. Ocurre en una tarde de otoño, como la de hoy.

Y bajo el coma sueña recordando que tropezó con una mujer al salir de una librería. Y ya no sé qué ocurre después, creo que hay algún salto en el tiempo con ambos, la mujer y él, de protagonistas, saltos de esos que los cineastas americanos llaman flashback y flashforward, y que a mí me gusta tanto emplear en algunas cosas que escribo y que se asemejan más a escenas de películas en blanco y negro que a historias escritas con el olor del papel viejo.

No encontré el puñetero relato, ni siquiera recuerdo qué título le puse, pero sí que lo dejé escrito en dos o tres cuadernos, porque escribía a ratos, y debe estar troceado en varias partes, desperdigado, completamente sucio y desmembrado, como la vida de ese hombre, como la de muchos. 

No encontré el maldito relato pero entre los pliegues de unas hojas dormía uno de tus cabellos. Quizás lo dejaste caer a propósito, maldita.

Guardaba el olor de tu nuca en las noches de invierno.


* Más en el primer comentario del post
** Gracias a Marta Pérez por su excelente fotografía

El Olor de la Victoria


Ya lo sé, ya lo sé. Siempre me ha gustado la sangre y, a la mínima oportunidad, seguir ese halo invisible de morbo que me rodea y que me conduce a la plena satisfacción cuando veo brotar la primera gota o el primer chorro de ella. Al principio comenzó como un juego. Quemaba pequeños trozos de papel en la entrada de los hormigueros, los acercaba y disfrutaba viendo cómo las hormigas se retorcían carbonizadas. Ya sabes, la emoción del momento, los nervios... Bueno, supongo que no, que no conoces nada de eso. Dejé las hormigas y más tarde pasé a los escarabajos y a las lagartijas, con ellas me hice un experto usando cristales minuciosamente.

Pero aquello no era bastante. Necesitaba más, necesitaba oír los gritos y los lamentos, necesitaba ver brotar la sangre. Mi primer reto fue un gatito. Un suave, sucio e inocente gatito callejero. Usé cristales pero también un cuchillo de cocina. Se lo birlé a mi tía Dorotea en una de esas tardes de merienda ¿sabes? Después de que cortasen el bizcocho me hice con él y al cabo de un rato abandoné la reunión familiar, caminé por los alrededores de la casa, entre los árboles y... y entonces lo vi. Era como una bolita de pelo, indefensa, acurrucada al pie de un ciprés... todavía lo recuerdo. Parece que lo estoy viendo.

Sé lo que estás pensando, que ahora no hay cuchillos, ni cristales... sólo tengo dos pequeños alicates pero... ¿Sabes? no te haces una idea de la experiencia y la habilidad que uno llega a adquirir con el paso de los años.

Quédate quieta, ahora te quitaré el esparadrapo y podrás abrir la boca, querida. Puedes gritar todo lo que quieras, desde aquí no pueden oírte. No eres la primera, y no voy a darte exclusividad alguna... porque tampoco vas a ser la última.

*foto de aquí.

El Bibliotecario (y 2)


Lee primero el comienzo de este relato pulsando aquí.

La chica alargó el brazo y cogió el libro. Lo abrió por la página donde semanas atrás había dejado el punto de lectura y comenzó a leer mientras le daba otro mordisco a la manzana. Leyó dejándose llevar por la historia y por la música que sonaba a bajo volumen por los altavoces de su portátil. Leyó hasta que sus ojos se cerraban y las palabras impresas comenzaron a parecerle un amasijo turbio de pequeños y oscuros alambres encadenados.

Cuando despertó todo estaba en penumbras. Tanteó hasta encontrar el pulsador de la lámpara de la mesita de noche y prendió la luz. Miró el reloj despertador: las 1:53. La música se había detenido. Apartó los restos de la manzana mordida y miró el libro. Apenas le había dado tiempo a avanzar. Se sintió extraña, fuera de lugar, como si aquel no fuera su cuarto, o su tiempo.

Incluso con la puerta de su cuarto cerrada le llegó el sonido de los golpes. Era como si estuvieran llamando a la casa, tímidamente, con los nudillos, con una pausa de varios segundos entre golpe y golpe.

-Qué raro que el viejo se haya levantado ¿Qué estará haciendo? - se dijo.

Se levantó de la cama, abrió la puerta y salió al pasillo. Encendió la luz y atravesó el salón. Creía que los golpes provenían de la cocina, pero comprobó que allí no había nadie. Volvió a su cuarto, no sin antes pasar por el baño y asegurarse de que la puerta del dormitorio del viejo estaba cerrada. Así era. Cerró la puerta de su cuarto y se lamentó de no haber arreglado el pestillo. Ya llevaba roto dos semanas.

Volvió a tumbarse y abrió el libro. No había avanzado ni dos páginas cuando volvieron a oírse los golpes, pero esta vez más cerca, en la puerta de su propio cuarto. Tenues, seguidos de lo que parecía el sonido del arrastre de los nudillos por la madera.

Se incorporó alarmada, con el corazón latiendo en su garganta.

-¿Papá?

Silencio. Nadie contestó. Los golpes volvieron a sonar, tres, leves, con unos segundos de descanso entre ellos. La chica se levantó asustada. Hizo ademán de avanzar pero retrocedió dos pasos hasta la ventana.

- ¡Papá, por favor! - acertó a decir -. No me gustan estas bromas...

Los golpes cesaron. Esperó un minuto que le pareció una década y se acercó a la puerta.

-¿Papá?

Asió el pomo y lo giró. Abrió de golpe. Al verle delante, un escalofrío intenso recorrió su cuerpo de pies a cabeza. Antes de desmayarse consiguió oír de la boca del muerto:
-Tú... devuelve ese libro.

*foto de aquí

El Bibliotecario (1)


Se levantó de la silla, recogió en silencio sus apuntes y se acercó al mostrador para dejar el libro de consulta.

-¿Hoy no está Luis? - preguntó a la bibliotecaria.
-¿No te has enterado? - inquirió mirándola por encima de sus lentes mientras soltaba el ejemplar de consulta en uno de los montones-. Luis ha muerto.
-¡Qué me dices!
-Fue hace tres días. Un infarto, nena. Ya ves, y hacía ejercicio todas las mañanas, antes de abrir.

La chica se despidió de la bibliotecaria y salió del edificio. Cuando llegó a casa ya había anochecido. El viejo ya se había acostado, siempre lo hacía a las ocho de la tarde. Ella también hizo lo de siempre: entró en la cocina, cogió dos manzanas del frutero, soltó su mochila en el sofá del salón, se metió en su cuarto y cerró la puerta. Luego puso música en el reproductor de mp3 de su portátil, se tumbó en la cama y le dio un mordisco a una de las manzanas.

Miró a un lado, encima de la mesita de noche tenía un ejemplar que había sacado de la biblioteca: La playa de los ahogados. Lo había dejado a medio leer. Llevaba en su cuarto más de dos meses. El bibliotecario le había solicitado varias veces su devolución. La primera un mes después de sacar el libro, cuando la vio estudiando en una de las mesas de la sala, luego por teléfono, y al menos tres veces por correo electrónico. La última vez que lo hizo se presentó en su casa una hora antes de abrir la biblioteca en su horario de tarde, llamó a su puerta y se lo pidió.

-Lo siento, Luis. Aún no lo he leído. Te prometo que esta noche lo acabo y mañana lo devuelvo - había dicho ella.

Eso aconteció una semana atrás. Unos cinco días antes de que el bibliotecario la palmara.

(en dos días la última parte)
*foto de aquí

Feliz Fin del Mundo


Joachim Raff - Suite n.7 in d for Piano op 204

Arrastrado sin piedad por uno de esos desgarros de imaginación calenturienta que suelo sufrir mientras conduzco... imaginé que el fin del mundo se aproximaba y, de la forma más natural y coherente, antes de que la muerte me llevase en volandas, había decidido que me despediría de esta vida charlando con personas a las que ya no veo. Sonaba razonable, a los familiares y amigos ya los vemos a diario. De modo que, para evitarnos el sufrimiento y la desesperación de verlos morir a nuestro lado... ¿por qué no hacer algo que echas de menos desde hace décadas hasta el momento de tu muerte?

Así que si nos sobreviniese el día fatídico, un par de horas antes del fin del mundo caminaría por la calle Real hasta la puerta del colegio. Ya no está la cancela, ni Víctor, el conserje, ni Luis despachando esas caracolas de crema y chocolate tras la barra de la cantina. Pero aquel rincón del patio de arena aún permanecería. Yo caminaría hasta él y sacaría mi bolsa de canicas para comenzar la partida. El hoyo continuaría en su sitio... si hasta creo que estaba ahí desde los años en que mi padre corría por el patio en pantalones cortos.

―¿Qué pasa, tío?
―Hola, tú eres el Losada ¿verdad? ―le pondría el artículo delante, porque de pequeños siempre le poníamos el artículo delante a nuestros apellidos: El Castaño, el Tenorio, el Gómez...
―Sí, ya ves, pero más viejo y estropeado. Tú eres AdR ¿no?
Yo asentiría.
―Bueno, pues vamos a comenzar tú y yo mientras llegan los demás ―diría sacando una de sus canicas y trazando una línea recta con un palo en la arena.
―Tiene huevos la cosa ¿eh?
―¿Qué es lo que tiene huevos? ¡Mira, por allí viene el Indalecio!
―Ah, sí, ése es. Seguro que trae su bolo de acero ―porque allí a las canicas siempre las hemos llamado bolos, jugar a los bolos, pensaría mientras me colocaba tras la línea y tiraba el mío hacia el hoyo―. Qué cabrón, cómo se cascaba los de cristal con el de acero... Mi padre me los traía del dique, seguro que a él también. Tu turno.
―Anda, el Losada ―diría al llegar y vernos.
―Hola.
―¡Coño! AdR.
―Ya te has traído los de acero ¿no?
―Los años ―diría sacando las bolas para mostrárnoslas ―que no me han cambiado.
―Bueno, un poquito de barriga sí que tienes ¿no? ―diría el Losada mientras tiraba su bolo para que cayera lo más cerca posible del hoyo.
―Cabrón ―exclamaría el Inda mientras tiraba su bolo de acero.
―Oye ¿va a venir el Lara? ¿Os acordáis del Lara?
Y ellos se mirarían, graves, ante mi pregunta.
―Creo que no va a poder venir... ya sabes... ―me diría el Inda.
―Joder, qué mierda. En fin ―diría yo mientras me agachaba ante el hoyo―, el mío es el que ha caído más cerca del agujero, así que me toca.
―¿Os acordáis cuando el Boogie le mandó al Castaño dar cinco vueltas al campo de fútbol por no esforzarse en clase de gimnasia?
―Sí, sí... cuando iba por la tercera ya no podía más.
―El tío era una montaña, si cuando jugábamos en plan bestia... ni entre cinco conseguíamos tambalearle. Daba dos manotazos y nos lanzaba a tomar por culo dos metros.
―Ya, pero dos vueltas al campo le dejaban fuera de juego.
―Sí, sí... aquella vez alguien, no recuerdo quién, empezó a gritar dándole ánimos cuando iba por la tercera vuelta. Luego nos unimos todos, le jaleamos y acabó las cinco a lo Rocky.
―Verdad.
―Y fuimos todos a abrazarle.
El Indalecio irrumpiría con esa risa tan estridente y contagiosa que aún conservaría y luego dejaría caer:
―Lo recuerdo, desapareció debajo de nosotros.
―Y se puso rojo y no dejaba de gritar: «Me ahogo, cabrones, me ahogo...»
Entonces reiríamos y no pararíamos hasta que nos secásemos las lágrimas, y cada uno sabría el por qué las habría vertido, y no sentiríamos la necesidad de tener que aclarárselo a los demás.
―Creo que los que faltan no van a venir ―diría el Losada mirando a la puerta del colegio.
―No les habrá dado tiempo.
―Parece que el cielo se está empezando a ennegrecer. Creo que el final está cerca ―diría yo mirando la bóveda cenicienta y creciente.
―Sí, eso parece. Ya viene.
―Bueno, caballeros. Estuvo bien.
―Sí ―diría uno mirando al cielo.
―Oye, AdR, antes... dijiste algo así como que «tiene cojones la cosa».
―Sí.
―¿A qué te referías, tío?
―Ah, a esto, a que sea el fin del mundo, justo ahora, el año en que nos íbamos a encontrar todos por el vigésimo quinto aniversario de nuestra promoción. Nos iban a condecorar en el teatro ¿no?
―Sí, este año era. En abril.
Pero yo habría mentido, porque en verdad no hubiera estado pensando en aquello, sino en ti. Sí, en ti, como pienso cada vez que me acuesto en mi cama. «Tiene cojones la cosa», que ahora que empezábamos a estar bien se acerque este puto fin del mundo.
―Creo que es mi turno ―diría el Inda rescatándome de mi ensoñación―, aún queda tiempo para una tirada.
―No seas cabrón, no tires muy fuerte con eso que acabas cascándolos ―y así terminaríamos, agachados los tres, en torno al hoyo, atentos al juego, hasta que la nube gris de ceniza nos hiciera desaparecer o petrificar en cuclillas en aquel patio de arena.

Esto nos pasa a los que nos da por escribir, que en realidad no escribimos, sólo estamos locos, sólo imaginamos escenas como esta mientras conducimos un jueves cualquiera, de vuelta a casa.

*foto de aquí

Otro jodido 'Poema Rock' (recordándote desde el Infierno)

Sigo ocupado maquetando a El Hombre Sin Tildes. Espero tenerlo listo muy pronto. Os dejo con un nuevo escrito de mi puño.
Si quieres leer los tres 'Poemas Rock' anteriores a éste y conocer la historia completa del 'rocker' protagonista pulsa en los siguientes enlaces:
Este es el primer jodido 'Poema Rock' que te escribo
Este es el segundo jodido 'Poema Rock' que te escribo
Este es el tercer y último jodido 'Poema Rock' que te escribo

Europe. 'Carrie'








Dame de Follar


 Colabora en la financiación de mi proyecto de publicación adquiriendo el libro y otros objetos:

Publicación de El Hombre Sin Tildes

¿Te gusta lo que escribo en Scriptoria? ¿Te gustó Poemario de Nostalgias y Anhelos y Scriptoria, primer cajón? Pues ahora necesito todo vuestro apoyo para intentar sacar adelante el proyecto de publicación de El Hombre Sin Tildes, un cuento que escribí hace tres años cuyo proyecto de financiación en masa (o crowdfunding) he decidido publicar en la página de Verkami.

El procedimiento de 'mecenazgo' es sencillo. Con una aportación que elijas te conviertes en mecenas del proyecto, pero tu aportación no cae en saco roto, sino que con ella adquieres el libro (en formato pdf o en papel), un marcapáginas... y otros artículos (dependiendo del grado de tu aportación) como camisetas, postales, imanes o tazas de El Hombre Sin Tildes. En este álbum de fotos de la página de Facebook puedes ver una muestra de algunos artículos.

El proyecto tiene una duración de 40 días. Si realizas tu aportación (o compra) y acabado ese plazo no se alcanza la meta de financiación no se te hace ningún cargo y no has comprado ningún artículo. Si el proyecto llega a buen puerto habrás adquirido los productos y me pondré manos a la obra para hacértelos llegar lo antes posible :)

Los pasos que hay que seguir son estos:
1) Pinchas en este enlace (o en el widget que hay más abajo):
http://www.verkami.com/projects/4261-el-hombre-sin-tildes
2) Eliges uno de los packs. Por ejemplo el del libro en papel+marcapáginas.
3) Pulsas en "Aportando 13€", por ejemplo (¡Aunque hay muchos packs más!)
4) Te registras y lo adquieres con tu tarjeta.
5) El cobro sólo se te hará si tras 40 días el proyecto tiene éxito (es decir, que se te cobraría a finales de febrero o marzo, no ahora)
6) En un plazo de un mes recibes tu libro (y los artículos que hayas adquirido) en casa.

El libro también se puede adquirir por 5€ en pdf y existen packs de 40€ o más con muchos productos de merchandising. Y si tienes alguna duda puedes preguntarme aquí: angel.delgado@gmail.com

 Si quieres ayudar a este hombre a encontrar sus tan ansiadas tildes perdidas... ahora puedes :)

Ese extraño brillo de deseo en tus ojos cuando nos miramos


Aerosmith. 'Dream On'

Ambos lo sabíamos.

Me he llevado media vida escribiendo en pliegos de papel que amontonaba al borde de mi ventana. Cientos. Unos sobre otros. Y al final a duras penas mantenían el equilibrio de su calma quieta. Una historia se acostaba sobre la otra, como ocurre en cada una de nuestras vidas. En la tuya, en la mía.

La última tormenta se los llevó. A todos. El viento golpeó con fuerza en mi puerta de escritor, ella cedió y una corriente invisible acudió rauda a desordenar mis cabellos y mis escritos, nos estampó contra los cristales de la ventana hasta que se hicieron trizas. Yo cerré los ojos y me agarré al alféizar mientras los pliegos me iban abandonando, por encima de mi cabeza.

Se fueron todos los relatos, haciendo piruetas líricas de rima libre. Se marcharon sin pena: El cuento de la chica de ojos azules y la piedra del valle, el del duende verde y su libro en blanco, la historia de Takeshi, la del Hombre Muerto, los recuerdos... todos se fueron suicidando, acompañando a las gotas de lluvia y al viento contra el asfalto.

El dolor y la sangre que los pliegos embebieron de mi pluma se diluyeron en varios charcos. Y los personajes de mis cuentos escaparon. 
Y yo...
...
No importa, yo seguiré soñando.

Ambos lo sabíamos.
Que esto no iba a ser como caminar juntos hasta el borde del embarcadero del lago.
No importa.
Tú sigue mirándome como lo haces.
Sentémonos.
Dame tu mano.

*foto de aquí.